martes, 2 de febrero de 2010

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Caminando por el medio del campo, no siento absolutamente nada que no sea una felicidad absoluta. La naturaleza espera, pacientemente, sin decir nada, solo dándome la bienvenida... Entre las ramas de un sauce llorón, que se encuentra al final del valle me espera ella, tan perfecta, tan llena de dicha... Su pelo castaño claro reluce al sol con mil reflejos de colores, sus ojos marrones y grandes me miran con toda la sinceridad del mundo. Ella, una niña de cinco años, mucho más inteligente que yo, y con la suerte de ser mucho más inocente que yo también...
Cuando ve que me estoy acercando su sonrisa se va ensanchado, sus ojos se llenan de brillo, y sus pequeños bracitos se alargan hacia mi.
Cuando llego, lo único que puedo hacer es cogerla en brazos y sentir su pequeño cuerpo rodeándome, abrazándome, mientras escucho su risa, que es como una dulce melodía.
El sol brilla en lo alto del cielo, pero las nubes lo tapan suavemente, sabiendo que así no puede dañarla, ni a mi tampoco.

Su boca se pone al lado de mi oido, y con su risueña voz me susurra:
-Es el momento, puedes hacerlo
Echo la cabeza hacia atrás y sonrio, dejando que el viento me golpee en la cara.
-Entonces lo voy a hacer.
-A mi me gusta este final, me gusta saber que voy a acabar asi. Su sonrisa vuelve a inundar su rostro.
- Pues no hay nada más que hablar... Tenía muchas ganas de verte, o de verme, porque ya no me acordaba de qué era ser una niña. Gracias.
Ella se aprieta más contra mi y rie dulcemente, yo, con todo el cariño del mundo la deposito en el suelo y sonrío por última vez. Estiro mis brazos hacia el cielo, y miro las nubes. Con la música de mi risa infantil de fondo siento como cada vez me despego más del suelo, hasta que finalmente puedo ver como mi cuerpo se queda abajo, en forma de una pequeña niña que duerme dulcemente, en forma de alguien que muere con una sonrisa en los labios, alguien como un niño que no conoce la maldad, que no sabe qué es el odio...

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